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Rosas sin Cáliz.

Rosas sin cáliz.
Al concluir los agotadores exámenes del séptimo semestre de antropología social, exploté en el deseo de dejar esta ciudad; por eso programé el despertador a las cuatro de la mañana, alisté sendas maletas fantaseando en un viaje sin fin, un paseo de rotunda liberación. Por rebeldía había logrado en mí el aspecto de una adolescente: el pelo amarrado en una crispada cola; mi ropa era el prototipo de la informal comodidad, me había enfundado en un conjunto de mezclilla desteñida.
Ya me imaginaba con el rostro ofrendado a un cielo sin edificios. Había invertido buena parte de mi vida en observar con una avidez casi morbosa, a los ancianos de andar claramente artrítico, y me había dicho centenares de veces, que cada día brincaría, rodaría, correría y bailaría intensamente, porque todo tiene su momento y el de mi vejez aguardaba el suyo; ya me tocaría ser un mensaje a los que fuesen jóvenes entonces, del real significado de las oportunidades, por eso me dejaba intoxicar con la música: que arremetiera contra cualquier tinte de cordura que pudiesen tener mis fluidos corporales.
Ya me imaginaba con el rostro ofrendado a un cielo sin edificios. Había invertido buena parte de mi vida en observar con una avidez casi morbosa, a los ancianos de andar claramente artrítico, y me había dicho centenares de veces, que cada día brincaría, rodaría, correría y bailaría intensamente, porque todo tiene su momento y el de mi vejez aguardaba el suyo; ya me tocaría ser un mensaje a los que fuesen jóvenes entonces, del real significado de las oportunidades, por eso me dejaba intoxicar con la música: que arremetiera contra cualquier tinte de cordura que pudiesen tener mis fluidos corporales.
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